Una de las habilidades más importantes para obtener resultados excepcionales a través de las personas consiste en ser capaz de entender e interpretar la realidad del otro.
Probablemente se trata de la capacidad más débil en la mayor parte de nosotros. La rapidez a la que vivimos, la necesidad de inmediatez a la que esa velocidad nos condena o habernos habituado a consumir información compulsivamente hacen que descuidemos notablemente la necesidad de pararnos con un mínimo de calma y poder comprender lo que otras personas nos transmiten, nos cuentan y nos hacen llegar.
Cualquier persona es el resultado de sus experiencias vitales, de los aprendizajes que ha acumulado, de las emociones en las que se haya instalada un día concreto, de sus fortalezas, de sus debilidades y de un interminable etcétera de variables que hacen que cualquiera de nosotros seamos lo que somos.
Y, exactamente desde ahí, desde esa amalgama de vivencias, experiencias, aprendizajes, filias, fobias y aprendizajes somos capaces de observar la realidad, nuestra realidad.
Pero lo cierto es que existen tantas realidades como personas, porque sencillamente todos y cada uno de nosotros observamos y comprendemos nuestro entorno y, por supuesto, a los que nos rodean desde nuestra exclusiva perspectiva.
Sin embargo, nada es lo que parece a simple vista, esa realidad que observamos y a la que concedemos la condición de verdad absoluta acerca de los demás, está repleta de millones de detalles que pasan completamente desapercibidos ante nuestra forma de mirar al otro.
Y ahí, precisamente ahí, en la capacidad de comprender que la realidad que observamos no es más que nuestra propia versión de la misma y en la decisión de activar la voluntad de querer mirar la realidad desde tantos ángulos como seamos capaces, se esconde la magia de entender a las personas que nos rodean para construir auténticas relaciones de valor.
Vivimos instalados en nuestras percepciones.
Y, precisamente ahora, en este tiempo convulso, vertiginoso, acelerado, inmediato, infoxicado, es más importante que nunca detenerse y zafarse de la trampa que supone creer que nuestra percepción de la realidad es la única verdad absoluta.
Cuanto más capaces seamos de cuestionarnos la realidad que observamos, cuanto más preguntas nos hagamos acerca de en qué emoción se encuentra la persona que tenemos frente a nosotros y a qué puede deberse, en definitiva, cuanto más dudemos de nuestras percepciones, más capaces seremos de construir relaciones basadas en la segunda, en la tercera o en la enésima oportunidad.
Nos sobran percepciones y nos faltan perspectivas.
Nos falta contexto y nos sobran etiquetas.
Nos falta conocernos más a uno mismo y nos sobra creer que conocemos más a los demás.
Nos faltan preguntas y nos sobran respuestas.
Nuestras relaciones personales y profesionales están marcadas por nuestras percepciones, por esa tendencia innata a inferir, a imaginar, a suponer porque otra persona hace lo que hace, porque dice lo que dice y cómo lo dice. Y, sin prácticamente darnos cuenta nos convertimos en jueces y verdugos de los demás, sin pararnos a pensar en la repercusión que nuestros veredictos, basados la gran mayoría de ocasiones en nuestras percepciones de la realidad, tendrán en los demás.
Uno de los grandes retos de las organizaciones de nuestro tiempo radica en ayudar a sus personas a mirar a la realidad desde diferentes perspectivas, a sensibilizarles de los riesgos que entraña ser categóricos en la forma de comprender a los demás.
La complejidad a la que se enfrentan personas y organizaciones requiere mirar a la realidad con gran angular, ampliando nuestra perspectiva del contexto. Ser inconformistas con nuestra forma de entender al otro y desactivar nuestra innata capacidad de inferir la verdad.
Existen muchos mecanismos que pueden ayudar a que las personas aprendan a dudar de sus percepciones y, de esa forma, adquieran el hábito de ofrecer una segunda oportunidad a los demás.
En la magia de conversar para comprender los comportamientos y las emociones de los demás se esconde una de las claves para generar riqueza en nuestro contexto actual.
Ahora que la inteligencia artificial se infiltra progresivamente en nuestras vidas, donde los algoritmos se convierten en protagonistas de nuestras decisiones y el análisis de datos configura nuestro estilo de vida, es momento de dar valor a uno de los rasgos con más poder del ser humano.
Quizás ahora, inmersos en la vorágine de la revolución digital, sea más necesario que nunca dar protagonismo a nuestra inteligencia emocional, esa que difícilmente podrán adquirir las máquinas. Esa capacidad única y exclusiva desde la que podemos gobernar nuestras percepciones, dudando de ellas, para poder observar infinitas realidades y construir valor a través de ellas.
Aunque puede que esta sea tan solo mi percepción de la realidad.