Sobre personas y organizaciones

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Mil y UNA maneras de provocar el cambio

Casi resulta insultante hablar de cambio en uno de los periodos más convulsos de la historia contemporánea reciente. Ni siquiera los más “senior” del lugar en cualquier organización recordarán una situación de quiebre colectivo tan aguda como la que está provocando la pandemia generada por el COVID19.

A medida que la pandemia iba infectando el mundo, país tras país, quien más y quien menos – dependiendo eso sí de cada país y sociedad – ha tenido que adaptarse a lo que inicialmente denominamos como la “nueva normalidad”. Un término que no refleja exactamente lo que pretende describir, porque esta situación es nueva, pero es completamente anormal.

Y en este anormal contexto nos movemos y tratamos de sobrevivir– insisto, quien más y quien menos – desde hace un semestre largo. Se suceden las semanas y los meses y seguimos siendo testigos del periodo de cambio colectivo más agresivo que ninguno de nosotros podamos recordar.

Las empresas tratan de resistir a duras penas este órdago del mercado; las más vulnerables ya han sido pasto del impacto negativo del confinamiento y de la parada de actividad económica que este ha generado en muchos sectores. Otras, las más afortunadas, resisten como pueden a una bajada de ingresos generalizada por un colapso económico que puede traer incluso peores consecuencias que la crisis sanitaria.

Y, ante este escenario ¿aún hay que generar mil y una formas de provocar un cambio?

La respuesta es un rotundo SI, porque la mayoría de los profesionales en sus respectivas organizaciones llevan meses adaptándose a unas circunstancias sobrevenidas, forzando la máquina para adaptarse a una “nueva normalidad” o como cada sociedad quiera definirla, adaptándose a nuevas rutinas impuestas a golpe de confinamiento, pico y curva.

Pero adaptarse no es suficiente.

Adaptarse es ir a rebufo de los pocos que tiran de riñón para llevar al pelotón a meta. Adaptarse es en cierto modo resignarse a lo que toca, a lo que no me queda más remedio que hacer. Y en el contexto social y empresarial que nos ha tocado, adaptarse ya no es diferencial. Adaptarse tan solo permite sobrevivir.

Tenemos que aceptar que esta situación más allá de ser la “nueva normalidad”, se ha convertido, sencillamente, en nuestra nueva realidad.

Y para ganar – que no sobrevivir – en un nuevo contexto no basta con adaptarse al cambio,                   hay que crearlo.

Mil y una maneras de provocar un cambio es un título lo suficientemente provocador como para hacer click esperando leer la receta mágica para navegar en este nuevo contexto. Pero no la tengo. Y sospecho que nadie la tiene.

Sin embargo, existen comportamientos que podemos poner en práctica; no para sobrevivir, sino para ganar individual y colectivamente en ella. Aprendiendo a generar cambios.

La necesidad, y la urgencia están claramente marcadas por el impacto que el concepto trabajo está experimentando. La mayoría de los trabajos que desempeñamos en la actualidad están en un profundo proceso de transformación. Razón suficiente para empezar a incorporar hábitos que nos preparen para aportar valor en un mercado literalmente en construcción.

Desarrollando y entrenando nuestra capacidad para provocar el cambio…

Revisar el grado de obsolescencia de nuestros conocimientos. Y aceptarlo.

Identificar las principales tendencias en nuestra área de especialización. Investigar.

Identificar a los profesionales y a las instituciones que alojan el conocimiento más actualizado en nuestra disciplina o especialidad.

Diseñar un plan de aprendizaje adaptado a nuestro punto de partida.

Practicar la promiscuidad en materia de aprendizaje. Relacionarse con personas afines a otras disciplinas.

Abandonar la monogamia ideológica. Exponernos a profesionales con otros enfoques y experiencias.

Analizar nuestras capacidades respecto de nuestra actividad profesional. ¿Qué más se hacer?

Incorporar pequeños cambios en nuestras rutinas vitales. Innovar incluso en el plano personal.

Exponerse a situaciones, contextos, experiencias y personas que nos incomoden.

Abandonar, aunque sea momentáneamente durante el día, nuestra irreal zona de confort.

Practicar algo nuevo con una frecuencia asequible a la resistencia al cambio de cada uno.

Romper la rutina o generar unas nuevas. Por pequeñas y ridículas que parezcan.

Probar nuevas tecnologías. Descubrir lo que nos aportan. Hibridarlas con otras que ya conocemos.

Abandonar la adicción a tener razón. Dudar de manera constructiva.

Iterar nuestro punto de vista, agregándole nuevos ingredientes y perspectivas. Aunque puedan picar.

Resistir la tentación de no hacer nada. De seguir a rebufo de otros. De esperar que el cambio venga dado.

Cuestionar si lo que hacemos es la mejor forma de hacer las cosas. Incorporar pequeñas variaciones. Experimentar. Arriesgarse

Medir el impacto de los cambios en nosotros mismos. Celebrar los progresos.

Hacernos preguntas incómodas pero necesarias al mismo tiempo. De las que cuesta preguntarse ante el espejo.

Dejar de buscar certezas en un contexto plagado de incertidumbres.

Hacer comunidad. Generar vínculos. Conectar con otras personas.

Pedir ayuda cuando sea necesario. Transformarse requiere  energía, determinación y en ocasiones, la ayuda de profesionales expertos.

Evaluar. Hacer retrospectiva cada cierto tiempo, para ver que hemos ganado, que hemos perdido y que hemos aprendido.

Parar. Reservar espacios para pensar, para analizar donde estamos, hacia donde queremos ir y como estamos llevándolo a cabo.

Tomar la iniciativa. No esperar a que otro nos diga que tenemos que cambiar. Concedernos el placer de actuar por nosotros mismos.

Registrar los aprendizajes. Compartirlos con otros. Ser cadena de transmisión de lo aprendido.

Y… seguramente muchas otros comportamientos y variaciones sobre los que ya tenemos… tantos como sean necesarios.

No queda espacio para las lamentaciones, ni para confiar en que una vacuna nos devuelva a la vieja realidad. La única vacuna es aceptar la necesidad de provocar nuestro propio cambio, nuestra propia evolución.

La realidad de este inesperado, abrupto y retador 2020, nos exige cambiar en primera persona. Hacerlo más allá de las directrices que dicten nuestras empresas y organizaciones, cada una desde su posición en el mercado y con sus posibilidades.

Las empresas no necesitan profesionales que se adapten. Es insuficiente.

Necesitan profesionales que provoquen el cambio.

Que hayan construido nuevas rutinas, que hayan experimentado, que se hayan equivocado, que hayan tenido el coraje de reinventarse, que piensen más allá de las convenciones preestablecidas, que generen conexiones que se traduzcan en valor, que exploren, que se atrevan a hacer cosas diferentes. Que aprendan. Que transfieran ese aprendizaje a la organización. Personas acostumbradas a retarse a si mismos.

Profesionales que hayan aprendido mil maneras de provocar un cambio

 y una en ellos mismos.

 

Sin ética no hay compromiso

Vivimos una situación de quiebre emocional organizativo de forma generalizada. La pandemia de COVID19 ha sacudido todos y cada uno de los rincones del planeta sin excepción.

Desde hace unos meses casi la totalidad de empresas son testigos del deterioro de sus cuentas de resultados y del desgaste de un porcentaje no minoritario de sus profesionales.

Es la segunda crisis económica importante en una década.

Conscientes de lo crucial que es ahora “arrimar el hombro” “go the extra mile” “tomar la iniciativa”, un gran número de directivos se han instalado en la idea de que las personas son lo más importante en las organizaciones que gestionan. En cierto modo casi ofende que sea así, porque eso puede ser síntoma de que en el pasado no lo fueran.

 

Como se hizo en la anterior crisis, recurrimos a la idea de que la nueva economía en esta desconocida nueva normalidad que nos envuelve justifica más que nunca el retorno al humanismo; que la “nueva normalidad” será implacable con aquellas organizaciones que no ensalcen la figura de la persona, que ha dejado de convertirse en un recurso para ser la célula fundamental del sistema productivo.

Y mientras el tsunami coge fuerza y velocidad desde las empresas (ni siquiera desde todas) nos empeñamos en poner en marcha todos los engranajes posibles para que ahora, las personas, cobren protagonismo y se conviertan en el epicentro de las presentaciones corporativa. Porque ahora lo importante es gestionar el compromiso para seguir a flote.

También parece que ha llegado la hora de desterrar términos como talento y liderazgo que durante tantos años fueron la piedra angular de la gestión de los recursos humanos en muchas organizaciones… porque ahora todo debe orbitar entorno a ese mantra llamado persona… y corremos el riesgo de olvidar que el liderazgo siempre será necesario para activar el talento que todos portamos.

Por más que sean términos manoseados hasta la saciedad… me resisto a guardarlos en el baúl de los recuerdos. Hay conceptos que nunca pasan de moda…

Necesitamos más que nunca creer en el binomio digital-persona porque para alcanzar resultados en esta nueva realidad hay que abandonar a la desesperada el pensamiento analógico.

Estamos obligados a digerir la aceleración sin precedentes de la transformación digital a golpe de trabajo en remoto, de programas de upskilling, de experiencias de empleado top y, como no, modelos de “change management” y liderazgo para, una vez más, potenciar el compromiso.

Asumimos que todos estos mecanismos activarán el máximo nivel de “engagement” de las personas y, por lo tanto, harán saltar la chispa que encienda el desarrollo del nuevo producto o servicio que nos saque del atolladero, volviendo a liderar el ranking de la industria correspondiente. Creemos que las nuevas tendencias en gestión de RRHH, serán el bálsamo de fierabrás que nos ayude a tirar de riñón en este inesperado “Tourmalet”.

Y mientras inventamos términos que marcarán las tendencias de la gestión de personas en un futuro inmediato (ciertamente algunas necesarias) que reemplacen a las obsoletas prácticas, podemos no caer en la cuenta de que puede que haya un elemento tan sencillo como determinante e imperecedero para conseguir que las empresas consigan misiones imposibles a través de sus personas.

Porque mientras la digitalización nos engulle, mientras construimos nuevos conceptos, mientras sepultamos las practicas asociadas a la economía industrial… no debemos ni podemos olvidarnos de la ética, del valor de hacer lo moralmente adecuado, del impacto que supone predicar con el ejemplo, de la imperiosa necesidad de trabajar con la verdad sin maquillar la realidad, de la virtud que supone la honestidad en primera persona, de entender que conseguir el bien común está por encima de cualquier interés individual. De ser ecuánime. En definitiva, del valor incalculable que esconde la ética para generar compromiso.

Las grandes proezas organizativas nunca tendrán lugar solamente por ser vanguardistas, ni mucho menos por jubilar anticipadamente los conceptos apolillados en el baúl de los recuerdos del management… sino más bien por actuar con una ética inquebrantable, férrea y honesta.

Por parte de todos. Pero, sobre todo, por parte de aquellos que en estos días de nueva normalidad tienen la enorme responsabilidad de ser un referente para los demás.

Porque no lo olvidemos, sin ética, no hay compromiso.

Pequeños comportamientos para un gran liderazgo

El liderazgo puede ser percibido por todos los sentidos. Además de todo lo que indiquen los manuales, modelos y los programas corporativos, el liderazgo, tanto el bueno, como el de menos calidad, es observable. Es más, el liderazgo adquiere sentido cuando es percibido.

El liderazgo, esa habilidad para hacer que otros crean en si mismos y hagan de los intereses individuales un propósito compartido, no requiere para ser percibido ni de un microscopio, ni de un telescopio, de otra forma sería demasiado pequeño, inapreciable por lo tanto o estaría demasiado lejos y sería inalcanzable.

El liderazgo de a pie, se observa a simple vista, sobre todo por todos aquellos que están cerca de él o forman parte del perímetro más cercano de quien ostenta ese rol.

Y resulta que a veces nos perdemos en la grandilocuencia, en la dimensión más macro, y en lo intangible, un error demasiado común cuando nos referimos de por sí a un concepto que es más líquido que sólido.

Precisamente, ahora que lo líquido está tan en boga, conviene hacer un esfuerzo por dotar de solidez y hacer palpable y visible el liderazgo de proximidad, el que consigue en última instancia que las personas se movilicen, el que hace que las personas crean en sí mismas y el que hace que estas se unan para lograr cosas increíbles… mientras, crecen, se divierten y refuerzan su compromiso. Algo nada baladí.

Pero si hay algo que permite determinar el tamaño y la calidad del liderazgo es la manera en la que este se comporta ante los pequeños detalles. Las cotidianidades del día a día a las que todo su entorno se ve sometido constantemente. Comportamientos que no suelen alcanzarse a través de ningún programa corporativo, hábitos que resulta difícil enseñar e inculcar, formas de ser y estar que sin duda alguna son observables a simple vista.

Alterar la agenda cuando alguna persona del equipo atraviesa un mal momento, tiene un mal día y se precisa poner el foco y la sensibilidad en la persona. O la capacidad de poner el foco en lo importante, las personas, y no en lo urgente.

La capacidad de preocuparse de forma genuina por los intereses, anhelos, miedos y expectativas de la gente que se tiene cerca. Sin poses, sin aditivos, simplemente porque interesa de verdad. Conversaciones donde las preguntas bien intencionadas pesan más que las preguntas inquisitoriales. O la capacidad de conversar de forma regular, con todos los miembros del equipo, de lo divino, pero sobre todo de lo humano.

Demostrar a golpe de imparcialidad que todos los que están cerca importan por igual, más allá de las afinidades y de los favoritismos propios de cualquier ser humano. Dicho de otra forma, la objetividad como forma de ser y estar en todos los comportamientos hacia las personas del equipo.

Ayudar sin esperar nada a cambio, tanto en lo profesional, ofreciendo perspectiva o dando espacio y recursos para crecer a diario, como en lo personal, también concediendo tiempo y espacio si es necesario en función de las circunstancias de cada uno. En otras palabras, estar al quite, en lo personal y en lo profesional.

Mostrar coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. Calibrando en todo momento el impacto que tiene la coherencia y también la incoherencia. O lo que es lo mismo, ser sólido y no mostrar fisuras entre lo que se hace y lo que se piensa o dice.

Tener las conversaciones adecuadas para reconocer los logros y atribuir los méritos de forma objetiva, especialmente en los momentos donde ese reconocimiento ha de ser público. Es decir, actuar conforme al César lo que es del César.

Reconocer los errores de manera natural. El liderazgo no es infalible y por naturaleza es humanamente imperfecto. Asumir los errores y hacerlos públicos es un detalle esencial para ejercer el liderazgo. En otras palabras, practicar la humildad radical.

Comportamientos del día a día. Apreciables a simple vista.

Preocuparse de forma genuina y natural. Poner la prioridad en las personas. Entender las circunstancias de cada miembro del equipo. Ser coherente por encima de todo. Practicar la humildad radical. Reconocer los logros, independientemente del tamaño de estos. Hacer de la objetividad una forma de ser y estar. Rasgos que no solo definen la calidad del liderazgo, sino sobre todo la calidad humana.

Pequeños detalles que permiten alcanzar grandes logros.

Comportamientos de un liderazgo de proximidad para hacer que otros lleguen lejos.

Pequeños comportamientos imprescindibles para un gran liderazgo.

Gestionar en pequeño, para liderar a lo grande

Talento: personas, sentido y sensibilidad

 

El talento siempre ha sido un bien preciado y, en épocas de crisis, aún más. El saber hacer de forma diferencial adquiere un peso específico determinante para generar valor en las situaciones más comprometidas o difíciles. Y no vivimos precisamente tiempos como para desperdiciar el talento que tenemos a nuestro alrededor, más bien todo lo contrario.

Hablamos de talento con demasiada soltura. En ocasiones hasta me atrevería a decir que nos referimos a él sin tener en cuenta algún que otro ángulo muerto.

Por eso, por su valor incalculable en tiempos de crisis y por la necesidad de facilitar su capacidad de manifestarse, creo que puede ser útil poner en perspectiva algunos aspectos que suelen pasarse por alto – o a los que simplemente no ponemos atención – cuando nos referimos al talento de alguna persona y a cómo y por qué éste se pone en acción.

No se trata de descodificar uno de los conceptos más manoseados de la literatura del management, así que me referiré al talento como esa capacidad excepcional o esa habilidad extraordinaria que una persona manifiesta de forma natural, en comparación con aquellos con quien se relaciona y que suele ser percibido por todos a simple vista.

El contexto y las circunstancias adecuadas

En demasiadas ocasiones lo pasamos por alto, pero el contexto es una variable determinante para que el talento que posee una persona pueda darse en su máxima expresión.

El contexto lo forman entre otros, el entorno, la cultura, las circunstancias y el momento en el que se encuentran tanto la persona como la organización. El contexto es un factor crítico. Lo suficiente como para que, si no es el adecuado, las habilidades excepcionales de alguien nunca lleguen a brillar.

Por lo tanto, si la organización no ofrece el momento adecuado, si entre la cultura de la organización y los valores de la persona no existe un match razonable, o, si la situación personal por la que atraviesa un profesional no es la más propicia, el contexto puede llegar a ser más una barrera que un facilitador del talento.

Un entorno de confianza y seguridad psicológica

Nadie, absolutamente nadie, es capaz de expresar sus habilidades en su máxima expresión si no se encuentra en un entorno de confianza plena. Ni siquiera las personas con mayor nivel de resiliencia pueden desempeñar sus principales habilidades si no habitan en un entorno que les ofrezca la seguridad psicológica necesaria.

Cuando la confianza no es plena, cuando los juicios y las etiquetas sustituyen a la objetividad, en definitiva,  cuando una persona percibe un entorno inestable en términos de seguridad emocional, nunca se comportará con naturalidad. Y cuando una persona no se expresa con naturalidad es muy poco probable que demuestre sus habilidades más excepcionales.

Por lo tanto, sin confianza y seguridad emocional el talento estará cohibido, se mostrará coaccionado y nunca se expresará en su máximo potencial.

Vínculos y conexiones

Cualquier organización es un ecosistema donde existen múltiples conexiones entre todas las personas que forman parte de él.

Los vínculos y las conexiones son imprescindibles para que el talento de una persona pueda manifestarse. Cualquier persona se enfrentará a múltiples situaciones con multitud de personas que forman parte de esa red y de ese ecosistema.

Formar parte de esa red es fundamental para poder construir el entorno de confianza y de seguridad necesarios. Una persona con talento en una organización requiere ser parte del ecosistema, de otra manera sus habilidades no tendrán el mismo impacto ni el mismo valor y probablemente nunca lleguen a mostrarse tal y como son.

El apoyo incondicional del liderazgo

El contexto y las circunstancias más favorables, el entorno de confianza y seguridad más robusto y formar parte de la red, requieren de una dimensión esencial. El apoyo del liderazgo.

Quizás nos estemos refiriendo a la atribución más relevante y significativa de una persona con responsabilidad sobre otras personas.

Sin el apoyo inquebrantable y sólido de un manager el talento jamás podrá alcanzar su máxima expresión. Porque la principal tarea de un líder no es identificar las capacidades o habilidades más significativas de las personas de su equipo, sino ayudarle sin excusas y con convicción a que construya los vínculos necesarios dentro del ecosistema organizativo. Conexiones que le ayudarán a construir el entorno de confianza y seguridad necesario y desde donde podrá crear las circunstancias y el contexto necesario para que su talento se exprese tal y como es.

Uno de los retos de las organizaciones de nuestro tiempo es entender que el talento no es un elemento aislado, que la expresión del mismo requiere observarle sin ángulos muertos y que forma parte de un sistema más sofisticado y complejo.

El reto de los profesionales de la gestión de talento es entender que lo más complicado no es identificar las habilidades de las personas en la organización, ni trabajar en el diseño de modelos para construir planes de desarrollo individual, ni siquiera construir modelos competenciales de última generación.

El auténtico desafío para las organizaciones de nuestro tiempo y para aquellos que trabajan en entender el talento es comprender que éste no es suficiente por sí mismo.

El talento necesita de otras personas que ayuden a construir el contexto y las circunstancias adecuadas. Requiere personas que fomenten las conexiones y los vínculos necesarios. Y sobre todo, precisa que la persona que desempeñe el rol de líder comprenda esta realidad para que el talento se pueda expresar en su máximo potencial y de esa forma genere el valor necesario.

Por lo tanto, el reto es conseguir que el talento genere el contexto favorable: ayudándole a hacer match con la cultura y dándole soporte para encontrar el momento más adecuado. Eliminar los obstáculos que puedan impedir que tenga un entorno de seguridad psicológica y promover que se produzcan las conexiones necesarias. En definitiva, dotarle de sentido.

Lo esencial es cuidar que todas las personas cuenten a su lado con la calidad ética, objetiva y humana de los líderes que tienen en su mano la capacidad de liberar el talento que tienen los demás. En definitiva, rodearle de la sensibilidad necesaria.

Porque sin las personas adecuadas el talento nunca se manifestará de forma excepcional.

Porque el talento siempre será cuestión de personas, sentido y sensibilidad.

L+1: El liderazgo de la “nueva realidad”

No recuerdo un periodo tan convulso, agitado, incierto y que haya provocado tantas emociones en tan poco tiempo y en tantas personas al mismo tiempo. Me temo que no soy el único y que la gran mayoría de profesionales de las diferentes generaciones que conviven en nuestras empresas tampoco lo recuerdan. Ni siquiera nuestros mayores en las organizaciones, los baby boomers, recordarán una etapa en su vida profesional tan extrema.

Aún inmersos en el ojo del huracán, nos asaltan las dudas de cómo será nuestro futuro más inmediato. Tenemos necesidad de saber en qué medida nuestra realidad habrá cambiado cuando asomemos la cabeza del bunker hogareño en el que estamos confinados.

 

Nuestra necesidad de respuestas certeras será directamente proporcional al tiempo que habremos pasado atrapados en esta situación de confinamiento solidario y responsable.

Cuanto más tiempo pasemos atrapados, más predicciones y vaticinios necesitaremos.

Mientras los gobiernos y las instituciones sanitarias luchan contra reloj por la búsqueda de una vacuna, las empresas trabajan contra el mismo reloj para diseñar el regreso de sus profesionales tras la etapa de confinamiento y el levantamiento del estado de alarma.

Los comités de crisis constituidos en la mayoría de las organizaciones de cierta envergadura trabajan sin fatiga para preparar el que muchas empresas han llamado día D+1. El día después del regreso.

Un regreso a una normalidad diferente. A una realidad diferente. Porque difícilmente algo podrá ser como antes.

Las personas están viviendo el mayor experimento de aprendizaje colectivo conocido hasta ahora. Todos, sin exclusión, regresaremos habiendo aprendido algo nuevo, habiendo hecho algo por primera vez.

Muchas personas habrán vivido el impacto de la pandemia en primera persona. Los más afortunados en una segunda o tercera línea. Pero mucha gente habrá sentido el dolor de no poder despedirse de un ser querido con dignidad. 

Las organizaciones han aprendido que las slides con el término VUCA se pueden convertir en realidad. Nunca un acrónimo echó por tierra con tanta sencillez los ejercicios de “budgeting” y “forecasting” de tantas empresas al mismo tiempo.

Las personas han aprendido a relativizar, a diferenciar lo urgente de lo importante. A poner en valor muchas cosas de su vida cotidiana que daban por hechas y a las que habíamos despojado de valor. Estamos aprendiendo a recolocar nuestras prioridades. Y, cuando eso sucede, las personas suelen tomar decisiones.

Jamás hasta ahora las personas se habían enfrentado a la necesidad de pensar como relacionarse con sus familiares, con sus compañeros de trabajo y con sus amigos. Nunca hasta ahora habíamos mirado con recelo a alguien rebasando un límite de dos metros de distancia.

Muchas organizaciones, celosas de otorgar libertad más allá de sus fronteras físicas para que sus profesionales trabajasen en remoto, han tenido que romper sus paradigmas de ausencia de confianza sin miramientos, aprendiendo que no hay resistencia al cambio que valga cuando existe una necesidad real.

Y muchas personas regresarán el día D+1 enfrentándose al temor de la pérdida de su trabajo, o con la duda razonable de si lo recuperarán en caso de haberlo perdido durante la etapa de reclusión.

Desconozco como será nuestra “nueva normalidad”. Ni siquiera creo que el nombre que se está acuñando haga justicia. Que forma tendrá. A qué nuevos hábitos y comportamientos nos llevará. Que secuelas nos dejará y por cuanto tiempo perdurarán. Pero todo parece indicar que esa «nueva realidad», nos empuja inexorablemente hacia una nueva forma de liderar.

Nos estamos adentrando en un tiempo donde se requiere un verbo liderar que signifique más que nunca conversar, escuchar, apoyar, tranquilizar, empatizar, impulsar, reconstruir y, por supuesto, emocionar.

Nuestra “nueva realidad” demandará personas que lideren la reconstrucción, no de instituciones y empresas, sino, por encima de todo de personas y emociones.

El futuro más inmediato reivindicará un nuevo orden en las cosas, donde se necesitarán…

Más conversaciones poderosas y menos presentaciones en power point.
Más espacios para escuchar y menos órdenes que ejecutar.
Más ideas que liberar y menos procesos que definir.
Más permisividad para expresar emociones y menos límites para mostrarse vulnerable.
Más interés por comprender el fondo y menos presión para diseñar la forma.

Una “nueva realidad” que pone en valor de manera radical a las personas que destacan por su inteligencia emocional, por su capacidad para hacer que otros se reconstruyan a sí mismos. Personas con esa exquisita habilidad para generar confianza de forma natural, sin poses ni aditivos. Profesionales con sensibilidad para entender sus emociones y las de los demás.

La “nueva realidad» en la que pronto estaremos instalados, restituirá el valor de las personas con vocación genuina en las personas, en su desarrollo y en la reconstrucción de las mismas.

Parafraseando a Golpes Bajos, no parece que corran buenos tiempos para la lírica, pero sin duda corren tiempos para dar forma a un nuevo estilo de liderazgo, o quizás, un estilo no tan nuevo, pero sí mas propio de otro tiempo.

Quizás el deseado por todos día D+1, marque también el resurgir de L+1, el liderazgo de la “nueva realidad».

 

Puedes leer el arrtículo oríginal escrito para la newsletter de Abril de CENTHRO (Asociación Centro de Aedipe)

Photo Credit: markfly1 Flickr via Compfight cc

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