Sobre personas y organizaciones

Categoría: People management @ Human Being Pagina 2 de 38

9+1 «Mandamientos» para evolucionar la cultura organizativa

Evolucionar es sinónimo de generar valor. Y en los últimos tiempos de supervivencia.

Las frases lapidarias resuenan más. Hacen más evidente la urgencia de ponerse manos a la obra. Y, aunque creo que el nivel de consciencia sobre la necesidad de evolucionar la cultura organizativa se ha incrementado en este 2020, también creo que la mayoría de las organizaciones viven instaladas en una peligrosa pereza para activar mecanismos que les permitan evolucionar su modelo cultural.

Y, es lógico. Porque evolucionar la cultura de una organización es como abandonar la adolescencia y alcanzar la madurez (al menos por un tiempo). La evolución cultural ha de suponer un cambio hormonal sin precedentes. Algo parecido a pegar el estirón. Que te quede pequeña la ropa de los procesos. Hasta que lleguen a no reconocerte por la calle. Si no sentimos el dolor de las articulaciones al crecer o la voz no adquiere tonos más graves, entonces la evolución es una ilusión.

Acometer un proceso de cambio hormonal o de transformación es incómodo por naturaleza. Porque cuesta enfrentarse a lo que somos, antes de saber como queremos ser. Adicionalmente el contexto nos ayudará de una forma u otra forma a matizar ese cambio, pero es cada empresa a nivel particular la única responsable de dar los primeros pasos en su evolución.

Lo que parece indudable es que el contexto actual obliga a todas las organizaciones sin excepción alguna, a madurar y evolucionar. A impulsar una transformación cultural que, lejos de ser un capricho, es una necesidad para generar valor de forma diferente para un cliente que también ha cambiado sus preferencias, sus hábitos de consumo y el orden de sus prioridades vitales.

Seguramente habrá muchos más “must have”, pero estos 9 +1 mandamientos se antojan esenciales para que cualquier organización lidere e impulse su evolución o transformación cultural.

  1. No ignorarás.

Ignorar nos libera. Nos exime de tomar acción. Pero que no se vea, no significa que no exista.

Las organizaciones no pueden permitirse el lujo de contar con personas que practiquen el arte de mirar para otro lado. Y las personas necesitan organizaciones que se preocupen por corregir su estrabismo. El inicio de cualquier proceso de cambio es no ignorar.

  1. Construirás espacios para expresar la verdad.

Entornos de seguridad psicológica más que espacial. Tener un workplace con espacios abiertos no implica necesariamente que el mindset también esté abierto. Las empresas tienen que ser contundentes en penalizar las actitudes que repriman que sus profesionales puedan expresarse diciendo lo que sé ve, aunque esto no guste o genere incomodidad.

  1. No tomarás la opinión del otro en vano.

Evolucionar implica escuchar las opiniones de los demás. Aunque sean divergentes de la nuestra. Partir de la asunción de tener la razón es iniciar el proceso de cambio con el freno de mano echado. Es imperativo escuchar sin dar por sentado que el otro está equivocado.

  1. Permitirás y practicarás la desobediencia inteligente.

Desobedecer de forma inteligente es un comportamiento valiente, incluso imprudente en función del grado de complacencia comúnmente aceptado en la organización. Pero es necesario. Desobedecer inteligentemente es no dejarse llevar por la opinión de la mayoría cuando se percibe de forma nítida la necesidad de impulsar un cambio, aunque se vaya en contra del status quo. Una organización que quiere evolucionar necesita permitir y también practicar que los rebeldes con causa tengan capacidad de acción.

 

  1. Honrarás la autocrítica

Sin autocrítica (personal y colectiva) no es posible la evolución. Mirarse al espejo y reconocer las imperfecciones es la antesala de tomar partido y de ponerse en movimiento. Pero la práctica de la autocrítica es un bien escaso. Por eso a las organizaciones (y a las personas) nos cuesta tanto iniciar procesos genuinos de transformación, porque para hacerlo es esencial reconocer antes las imperfecciones. Honrar a quienes lo hacen y la fomentan es vital para impulsar la evolución.

  1. No consentirás el conformismo.

Conformarse es no querer salir de la adolescencia o de la niñez organizativa. Cualquier organización que desee evolucionar no debe consentir las actitudes conformistas (como la ausencia de autocrítica). El conformismo organizativo es una de las formas de suicidio de la transformación cultural. Cuando se detecta, hay que salir a la cornisa a negociar.

  1. No juzgarás los comportamientos divergentes.

La práctica del etiquetaje es uno de los grandes enemigos de la creación de espacios para expresar la verdad. Una organización que quiere evolucionar no puede permitirse el lujo de etiquetar o juzgar en general, y en particular a aquellos que piensan o se comportan de forma diferente. En la divergencia se aloja la riqueza del cambio. No juzgarla ni etiquetarla es fundamental para liberar la capacidad de transformación en una organización.

  1. Fomentarás la inteligencia colectiva.

La evolución en un contexto de complejidad necesita establecer conexiones y nodos dentro de la organización. Pensar de forma colectiva ayuda a liberar la potencia instalada para iniciar un proceso de transformación en el que se requiere la unión del pensamiento de muchos. Fomentar la inteligencia colectiva es un acelerador de los procesos de cambio.

  1. Desearás la perspectiva del otro.

Quedarse pegado a nuestra disciplina de conocimiento nos estrecha las miras hacia la necesidad de cambio. Desear ver la realidad desde donde la ven otros nos acercará a una mirada panorámica sobre la realidad y nos permitirá ver los ángulos muertos que normalmente nos impiden entender porque es necesario evolucionar organizativamente.

  1. Abandonarás la retórica y te pondrás en acción

Y, el último de la lista, y quizás el más relevante. En palabras de Walt Disney : “La mejor manera de empezar algo es dejar de hablar de ello y empezar a hacerlo”.

Evolucionar y transformarse requiere enfrentarse a lo que somos como empresa y como organización. Alimentar el buen hábito que supone la autocrítica. Ser intolerante con la práctica indiscriminada del etiquetaje y el estigma de lo diferente. Ponerse frente al espejo y analizar. Aceptar nuestra adolescencia o niñez y la necesidad de cambio. Impulsar acciones que quizás implique tener que abrir heridas que nunca llegaron a cicatrizar. Favorecer acciones que nos incomoden y nos generen tensión colectiva pero que nos permitan dar el estirón que supone cualquier evolución.

Toda empresa que quiera generar valor de verdad en nuestra nueva realidad debe de iniciar sin titubear su proceso evolutivo articulando los “must have” o mandamientos que estime necesario.

Liderar un proceso de transformación o evolución de la cultura de una organización es uno de los procesos empresariales más complejos que existen. Se trata de un proceso que genera malestar y deja entrever las aristas que más cortan, pero que otorga la satisfacción de saber que se está haciendo lo que se tiene que hacer para seguir generando valor.

Mil y UNA maneras de provocar el cambio

Casi resulta insultante hablar de cambio en uno de los periodos más convulsos de la historia contemporánea reciente. Ni siquiera los más “senior” del lugar en cualquier organización recordarán una situación de quiebre colectivo tan aguda como la que está provocando la pandemia generada por el COVID19.

A medida que la pandemia iba infectando el mundo, país tras país, quien más y quien menos – dependiendo eso sí de cada país y sociedad – ha tenido que adaptarse a lo que inicialmente denominamos como la “nueva normalidad”. Un término que no refleja exactamente lo que pretende describir, porque esta situación es nueva, pero es completamente anormal.

Y en este anormal contexto nos movemos y tratamos de sobrevivir– insisto, quien más y quien menos – desde hace un semestre largo. Se suceden las semanas y los meses y seguimos siendo testigos del periodo de cambio colectivo más agresivo que ninguno de nosotros podamos recordar.

Las empresas tratan de resistir a duras penas este órdago del mercado; las más vulnerables ya han sido pasto del impacto negativo del confinamiento y de la parada de actividad económica que este ha generado en muchos sectores. Otras, las más afortunadas, resisten como pueden a una bajada de ingresos generalizada por un colapso económico que puede traer incluso peores consecuencias que la crisis sanitaria.

Y, ante este escenario ¿aún hay que generar mil y una formas de provocar un cambio?

La respuesta es un rotundo SI, porque la mayoría de los profesionales en sus respectivas organizaciones llevan meses adaptándose a unas circunstancias sobrevenidas, forzando la máquina para adaptarse a una “nueva normalidad” o como cada sociedad quiera definirla, adaptándose a nuevas rutinas impuestas a golpe de confinamiento, pico y curva.

Pero adaptarse no es suficiente.

Adaptarse es ir a rebufo de los pocos que tiran de riñón para llevar al pelotón a meta. Adaptarse es en cierto modo resignarse a lo que toca, a lo que no me queda más remedio que hacer. Y en el contexto social y empresarial que nos ha tocado, adaptarse ya no es diferencial. Adaptarse tan solo permite sobrevivir.

Tenemos que aceptar que esta situación más allá de ser la “nueva normalidad”, se ha convertido, sencillamente, en nuestra nueva realidad.

Y para ganar – que no sobrevivir – en un nuevo contexto no basta con adaptarse al cambio,                   hay que crearlo.

Mil y una maneras de provocar un cambio es un título lo suficientemente provocador como para hacer click esperando leer la receta mágica para navegar en este nuevo contexto. Pero no la tengo. Y sospecho que nadie la tiene.

Sin embargo, existen comportamientos que podemos poner en práctica; no para sobrevivir, sino para ganar individual y colectivamente en ella. Aprendiendo a generar cambios.

La necesidad, y la urgencia están claramente marcadas por el impacto que el concepto trabajo está experimentando. La mayoría de los trabajos que desempeñamos en la actualidad están en un profundo proceso de transformación. Razón suficiente para empezar a incorporar hábitos que nos preparen para aportar valor en un mercado literalmente en construcción.

Desarrollando y entrenando nuestra capacidad para provocar el cambio…

Revisar el grado de obsolescencia de nuestros conocimientos. Y aceptarlo.

Identificar las principales tendencias en nuestra área de especialización. Investigar.

Identificar a los profesionales y a las instituciones que alojan el conocimiento más actualizado en nuestra disciplina o especialidad.

Diseñar un plan de aprendizaje adaptado a nuestro punto de partida.

Practicar la promiscuidad en materia de aprendizaje. Relacionarse con personas afines a otras disciplinas.

Abandonar la monogamia ideológica. Exponernos a profesionales con otros enfoques y experiencias.

Analizar nuestras capacidades respecto de nuestra actividad profesional. ¿Qué más se hacer?

Incorporar pequeños cambios en nuestras rutinas vitales. Innovar incluso en el plano personal.

Exponerse a situaciones, contextos, experiencias y personas que nos incomoden.

Abandonar, aunque sea momentáneamente durante el día, nuestra irreal zona de confort.

Practicar algo nuevo con una frecuencia asequible a la resistencia al cambio de cada uno.

Romper la rutina o generar unas nuevas. Por pequeñas y ridículas que parezcan.

Probar nuevas tecnologías. Descubrir lo que nos aportan. Hibridarlas con otras que ya conocemos.

Abandonar la adicción a tener razón. Dudar de manera constructiva.

Iterar nuestro punto de vista, agregándole nuevos ingredientes y perspectivas. Aunque puedan picar.

Resistir la tentación de no hacer nada. De seguir a rebufo de otros. De esperar que el cambio venga dado.

Cuestionar si lo que hacemos es la mejor forma de hacer las cosas. Incorporar pequeñas variaciones. Experimentar. Arriesgarse

Medir el impacto de los cambios en nosotros mismos. Celebrar los progresos.

Hacernos preguntas incómodas pero necesarias al mismo tiempo. De las que cuesta preguntarse ante el espejo.

Dejar de buscar certezas en un contexto plagado de incertidumbres.

Hacer comunidad. Generar vínculos. Conectar con otras personas.

Pedir ayuda cuando sea necesario. Transformarse requiere  energía, determinación y en ocasiones, la ayuda de profesionales expertos.

Evaluar. Hacer retrospectiva cada cierto tiempo, para ver que hemos ganado, que hemos perdido y que hemos aprendido.

Parar. Reservar espacios para pensar, para analizar donde estamos, hacia donde queremos ir y como estamos llevándolo a cabo.

Tomar la iniciativa. No esperar a que otro nos diga que tenemos que cambiar. Concedernos el placer de actuar por nosotros mismos.

Registrar los aprendizajes. Compartirlos con otros. Ser cadena de transmisión de lo aprendido.

Y… seguramente muchas otros comportamientos y variaciones sobre los que ya tenemos… tantos como sean necesarios.

No queda espacio para las lamentaciones, ni para confiar en que una vacuna nos devuelva a la vieja realidad. La única vacuna es aceptar la necesidad de provocar nuestro propio cambio, nuestra propia evolución.

La realidad de este inesperado, abrupto y retador 2020, nos exige cambiar en primera persona. Hacerlo más allá de las directrices que dicten nuestras empresas y organizaciones, cada una desde su posición en el mercado y con sus posibilidades.

Las empresas no necesitan profesionales que se adapten. Es insuficiente.

Necesitan profesionales que provoquen el cambio.

Que hayan construido nuevas rutinas, que hayan experimentado, que se hayan equivocado, que hayan tenido el coraje de reinventarse, que piensen más allá de las convenciones preestablecidas, que generen conexiones que se traduzcan en valor, que exploren, que se atrevan a hacer cosas diferentes. Que aprendan. Que transfieran ese aprendizaje a la organización. Personas acostumbradas a retarse a si mismos.

Profesionales que hayan aprendido mil maneras de provocar un cambio

 y una en ellos mismos.

 

Sin ética no hay compromiso

Vivimos una situación de quiebre emocional organizativo de forma generalizada. La pandemia de COVID19 ha sacudido todos y cada uno de los rincones del planeta sin excepción.

Desde hace unos meses casi la totalidad de empresas son testigos del deterioro de sus cuentas de resultados y del desgaste de un porcentaje no minoritario de sus profesionales.

Es la segunda crisis económica importante en una década.

Conscientes de lo crucial que es ahora “arrimar el hombro” “go the extra mile” “tomar la iniciativa”, un gran número de directivos se han instalado en la idea de que las personas son lo más importante en las organizaciones que gestionan. En cierto modo casi ofende que sea así, porque eso puede ser síntoma de que en el pasado no lo fueran.

 

Como se hizo en la anterior crisis, recurrimos a la idea de que la nueva economía en esta desconocida nueva normalidad que nos envuelve justifica más que nunca el retorno al humanismo; que la “nueva normalidad” será implacable con aquellas organizaciones que no ensalcen la figura de la persona, que ha dejado de convertirse en un recurso para ser la célula fundamental del sistema productivo.

Y mientras el tsunami coge fuerza y velocidad desde las empresas (ni siquiera desde todas) nos empeñamos en poner en marcha todos los engranajes posibles para que ahora, las personas, cobren protagonismo y se conviertan en el epicentro de las presentaciones corporativa. Porque ahora lo importante es gestionar el compromiso para seguir a flote.

También parece que ha llegado la hora de desterrar términos como talento y liderazgo que durante tantos años fueron la piedra angular de la gestión de los recursos humanos en muchas organizaciones… porque ahora todo debe orbitar entorno a ese mantra llamado persona… y corremos el riesgo de olvidar que el liderazgo siempre será necesario para activar el talento que todos portamos.

Por más que sean términos manoseados hasta la saciedad… me resisto a guardarlos en el baúl de los recuerdos. Hay conceptos que nunca pasan de moda…

Necesitamos más que nunca creer en el binomio digital-persona porque para alcanzar resultados en esta nueva realidad hay que abandonar a la desesperada el pensamiento analógico.

Estamos obligados a digerir la aceleración sin precedentes de la transformación digital a golpe de trabajo en remoto, de programas de upskilling, de experiencias de empleado top y, como no, modelos de “change management” y liderazgo para, una vez más, potenciar el compromiso.

Asumimos que todos estos mecanismos activarán el máximo nivel de “engagement” de las personas y, por lo tanto, harán saltar la chispa que encienda el desarrollo del nuevo producto o servicio que nos saque del atolladero, volviendo a liderar el ranking de la industria correspondiente. Creemos que las nuevas tendencias en gestión de RRHH, serán el bálsamo de fierabrás que nos ayude a tirar de riñón en este inesperado “Tourmalet”.

Y mientras inventamos términos que marcarán las tendencias de la gestión de personas en un futuro inmediato (ciertamente algunas necesarias) que reemplacen a las obsoletas prácticas, podemos no caer en la cuenta de que puede que haya un elemento tan sencillo como determinante e imperecedero para conseguir que las empresas consigan misiones imposibles a través de sus personas.

Porque mientras la digitalización nos engulle, mientras construimos nuevos conceptos, mientras sepultamos las practicas asociadas a la economía industrial… no debemos ni podemos olvidarnos de la ética, del valor de hacer lo moralmente adecuado, del impacto que supone predicar con el ejemplo, de la imperiosa necesidad de trabajar con la verdad sin maquillar la realidad, de la virtud que supone la honestidad en primera persona, de entender que conseguir el bien común está por encima de cualquier interés individual. De ser ecuánime. En definitiva, del valor incalculable que esconde la ética para generar compromiso.

Las grandes proezas organizativas nunca tendrán lugar solamente por ser vanguardistas, ni mucho menos por jubilar anticipadamente los conceptos apolillados en el baúl de los recuerdos del management… sino más bien por actuar con una ética inquebrantable, férrea y honesta.

Por parte de todos. Pero, sobre todo, por parte de aquellos que en estos días de nueva normalidad tienen la enorme responsabilidad de ser un referente para los demás.

Porque no lo olvidemos, sin ética, no hay compromiso.

Los que saben de talento

Los que saben de talento saben de buena tinta que se avecinan tiempos complicados. Que toca racha de vacas flacas adelgazadas por un virus diminuto y esta vez será más difícil de lo normal estimar cuanto tiempo pasará hasta que las vacas vuelvan a engordar.

En las organizaciones se ha generado el caldo de cultivo ideal para que los que saben de talento hagan sus vaticinios. Equipados con el poder de ver lo que otros no ven ya están identificando las capacidades de los mejores, de los talentos que permitirán mantener a flote el navío durante la tempestad.

No hay nada más peligroso para una organización que atraviesa una crisis empoderar las capacidades subjetivas y premonitorias de los que saben de talento.

Porque es humano tratar de identificar a aquellos que tienen las habilidades necesarias para proteger los intereses del área, del departamento, de la unidad de negocio, porque es humano querer contar con aquellos que velarán porque la parte no se descuelgue del todo.

Por eso es peligroso confundir talento con fidelidad y servilismo. Por que no es lo mismo ser fiel y estar dispuesto a velar por los intereses del líder que contribuir con las capacidades necesarias a que la organización llegue a buen puerto y no se hunda… en su conjunto.

Las organizaciones no tienen tiempo para permitirse el lujo de empoderar a los que saben de talento, porque en realidad de lo que saben es de proteger sus intereses. Ninguna organización debería perder un solo segundo en dar crédito a los vaticinios de aquellos que confunden talento con rendir pleitesía.

Se antoja urgente dar un golpe de estado a la dictadura del subjetivismo. Implantar por el decreto ley del sentido común la objetividad como sistema para gobernar la gestión del talento. Derrocar cualquier intento de confundir talento con servidumbre.

Los próximos meses y años van a ser tiempos de pensar en el todo y no en las partes. De entender que la organización como un conjunto se va a enfrentar a los vaivenes de un mercado herido de muerte y que se va a necesitar toda la artillería de capacidades que sea posible para que la empresa pueda replantear su propuesta de valor, redefinir su estrategia y ejecutarla.

Y, para esta tarea se va a tener que seleccionar tanto dentro como fuera, de forma objetiva y cuidadosa a aquellos que tengan las habilidades, las capacidades, en definitiva, el talento que realmente se va a necesitar.

Los tiempos de premiar las capacidades que convienen se han acabado. En economía de guerra no sirve el “bienquedismo”, solo sirven las capacidades que funcionan en una situación de este tipo. Normalmente las capacidades más incómodas: la crítica, el inconformismo, la disrupción, la honestidad radical. Casualmente las capacidades menos útiles al servilismo y la complacencia.

Los que de verdad saben de talento, son conscientes de su papel fundamental en las organizaciones contemporáneas a la pandemia. Su papel, es más necesario que nunca.  Tienen que provocar la incomoda reflexión en aquellos que creen que saben de talento para que estos reconozcan que no son tiempos de “bienquedismo” sino de ubicar a las personas que son capaces de hacer lo que hay que hacer.

Los que de verdad saben de talento tienen que hacer prevalecer la objetividad por encima de la subjetividad.

Y lo que hay que hacer sin demora es replantear la propuesta de valor para un cliente con nuevas necesidades, replantear los procesos de siempre – presumiblemente inservibles en un entorno digitalizado a la fuerza-  y adecuarlos a la nueva realidad.

Lo que hay que hacer es cuestionar si los comportamientos que nos trajeron hasta aquí, serán los mismos que en esta situación nos lleven en otra dirección.

Los que saben de talento, en realidad saben más de otras cosas. Saben de proteger sus intereses, sus reinos de taifas, y, de lo que saben bien es de identificar a aquellos que protegen sus intereses.

Pero los que de verdad saben de talento, saben que en ocasiones las organizaciones necesitan identificar el talento que realmente les sacará del atolladero o que no permitirá que se hunda en él.

Y en estos tiempos de incertidumbre máxima, de pandemias y curvas, el único confinamiento que no puede darse es el de los profesionales que saben de talento de verdad.

El de aquellos que son capaces de confrontar el status quo que se preocupa por asegurar que la pleitesía se sigue rindiendo y que, sin embargo, se esfuerza por implantar la objetividad necesaria en los procesos y en el sentido común organizativo.

No confinemos a los que de verdad saben de talento. Nos va la vida en ello.

 

Pequeños comportamientos para un gran liderazgo

El liderazgo puede ser percibido por todos los sentidos. Además de todo lo que indiquen los manuales, modelos y los programas corporativos, el liderazgo, tanto el bueno, como el de menos calidad, es observable. Es más, el liderazgo adquiere sentido cuando es percibido.

El liderazgo, esa habilidad para hacer que otros crean en si mismos y hagan de los intereses individuales un propósito compartido, no requiere para ser percibido ni de un microscopio, ni de un telescopio, de otra forma sería demasiado pequeño, inapreciable por lo tanto o estaría demasiado lejos y sería inalcanzable.

El liderazgo de a pie, se observa a simple vista, sobre todo por todos aquellos que están cerca de él o forman parte del perímetro más cercano de quien ostenta ese rol.

Y resulta que a veces nos perdemos en la grandilocuencia, en la dimensión más macro, y en lo intangible, un error demasiado común cuando nos referimos de por sí a un concepto que es más líquido que sólido.

Precisamente, ahora que lo líquido está tan en boga, conviene hacer un esfuerzo por dotar de solidez y hacer palpable y visible el liderazgo de proximidad, el que consigue en última instancia que las personas se movilicen, el que hace que las personas crean en sí mismas y el que hace que estas se unan para lograr cosas increíbles… mientras, crecen, se divierten y refuerzan su compromiso. Algo nada baladí.

Pero si hay algo que permite determinar el tamaño y la calidad del liderazgo es la manera en la que este se comporta ante los pequeños detalles. Las cotidianidades del día a día a las que todo su entorno se ve sometido constantemente. Comportamientos que no suelen alcanzarse a través de ningún programa corporativo, hábitos que resulta difícil enseñar e inculcar, formas de ser y estar que sin duda alguna son observables a simple vista.

Alterar la agenda cuando alguna persona del equipo atraviesa un mal momento, tiene un mal día y se precisa poner el foco y la sensibilidad en la persona. O la capacidad de poner el foco en lo importante, las personas, y no en lo urgente.

La capacidad de preocuparse de forma genuina por los intereses, anhelos, miedos y expectativas de la gente que se tiene cerca. Sin poses, sin aditivos, simplemente porque interesa de verdad. Conversaciones donde las preguntas bien intencionadas pesan más que las preguntas inquisitoriales. O la capacidad de conversar de forma regular, con todos los miembros del equipo, de lo divino, pero sobre todo de lo humano.

Demostrar a golpe de imparcialidad que todos los que están cerca importan por igual, más allá de las afinidades y de los favoritismos propios de cualquier ser humano. Dicho de otra forma, la objetividad como forma de ser y estar en todos los comportamientos hacia las personas del equipo.

Ayudar sin esperar nada a cambio, tanto en lo profesional, ofreciendo perspectiva o dando espacio y recursos para crecer a diario, como en lo personal, también concediendo tiempo y espacio si es necesario en función de las circunstancias de cada uno. En otras palabras, estar al quite, en lo personal y en lo profesional.

Mostrar coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. Calibrando en todo momento el impacto que tiene la coherencia y también la incoherencia. O lo que es lo mismo, ser sólido y no mostrar fisuras entre lo que se hace y lo que se piensa o dice.

Tener las conversaciones adecuadas para reconocer los logros y atribuir los méritos de forma objetiva, especialmente en los momentos donde ese reconocimiento ha de ser público. Es decir, actuar conforme al César lo que es del César.

Reconocer los errores de manera natural. El liderazgo no es infalible y por naturaleza es humanamente imperfecto. Asumir los errores y hacerlos públicos es un detalle esencial para ejercer el liderazgo. En otras palabras, practicar la humildad radical.

Comportamientos del día a día. Apreciables a simple vista.

Preocuparse de forma genuina y natural. Poner la prioridad en las personas. Entender las circunstancias de cada miembro del equipo. Ser coherente por encima de todo. Practicar la humildad radical. Reconocer los logros, independientemente del tamaño de estos. Hacer de la objetividad una forma de ser y estar. Rasgos que no solo definen la calidad del liderazgo, sino sobre todo la calidad humana.

Pequeños detalles que permiten alcanzar grandes logros.

Comportamientos de un liderazgo de proximidad para hacer que otros lleguen lejos.

Pequeños comportamientos imprescindibles para un gran liderazgo.

Gestionar en pequeño, para liderar a lo grande

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