Casi resulta insultante hablar de cambio en uno de los periodos más convulsos de la historia contemporánea reciente. Ni siquiera los más “senior” del lugar en cualquier organización recordarán una situación de quiebre colectivo tan aguda como la que está provocando la pandemia generada por el COVID19.

A medida que la pandemia iba infectando el mundo, país tras país, quien más y quien menos – dependiendo eso sí de cada país y sociedad – ha tenido que adaptarse a lo que inicialmente denominamos como la “nueva normalidad”. Un término que no refleja exactamente lo que pretende describir, porque esta situación es nueva, pero es completamente anormal.

Y en este anormal contexto nos movemos y tratamos de sobrevivir– insisto, quien más y quien menos – desde hace un semestre largo. Se suceden las semanas y los meses y seguimos siendo testigos del periodo de cambio colectivo más agresivo que ninguno de nosotros podamos recordar.

Las empresas tratan de resistir a duras penas este órdago del mercado; las más vulnerables ya han sido pasto del impacto negativo del confinamiento y de la parada de actividad económica que este ha generado en muchos sectores. Otras, las más afortunadas, resisten como pueden a una bajada de ingresos generalizada por un colapso económico que puede traer incluso peores consecuencias que la crisis sanitaria.

Y, ante este escenario ¿aún hay que generar mil y una formas de provocar un cambio?

La respuesta es un rotundo SI, porque la mayoría de los profesionales en sus respectivas organizaciones llevan meses adaptándose a unas circunstancias sobrevenidas, forzando la máquina para adaptarse a una “nueva normalidad” o como cada sociedad quiera definirla, adaptándose a nuevas rutinas impuestas a golpe de confinamiento, pico y curva.

Pero adaptarse no es suficiente.

Adaptarse es ir a rebufo de los pocos que tiran de riñón para llevar al pelotón a meta. Adaptarse es en cierto modo resignarse a lo que toca, a lo que no me queda más remedio que hacer. Y en el contexto social y empresarial que nos ha tocado, adaptarse ya no es diferencial. Adaptarse tan solo permite sobrevivir.

Tenemos que aceptar que esta situación más allá de ser la “nueva normalidad”, se ha convertido, sencillamente, en nuestra nueva realidad.

Y para ganar – que no sobrevivir – en un nuevo contexto no basta con adaptarse al cambio,                   hay que crearlo.

Mil y una maneras de provocar un cambio es un título lo suficientemente provocador como para hacer click esperando leer la receta mágica para navegar en este nuevo contexto. Pero no la tengo. Y sospecho que nadie la tiene.

Sin embargo, existen comportamientos que podemos poner en práctica; no para sobrevivir, sino para ganar individual y colectivamente en ella. Aprendiendo a generar cambios.

La necesidad, y la urgencia están claramente marcadas por el impacto que el concepto trabajo está experimentando. La mayoría de los trabajos que desempeñamos en la actualidad están en un profundo proceso de transformación. Razón suficiente para empezar a incorporar hábitos que nos preparen para aportar valor en un mercado literalmente en construcción.

Desarrollando y entrenando nuestra capacidad para provocar el cambio…

Revisar el grado de obsolescencia de nuestros conocimientos. Y aceptarlo.

Identificar las principales tendencias en nuestra área de especialización. Investigar.

Identificar a los profesionales y a las instituciones que alojan el conocimiento más actualizado en nuestra disciplina o especialidad.

Diseñar un plan de aprendizaje adaptado a nuestro punto de partida.

Practicar la promiscuidad en materia de aprendizaje. Relacionarse con personas afines a otras disciplinas.

Abandonar la monogamia ideológica. Exponernos a profesionales con otros enfoques y experiencias.

Analizar nuestras capacidades respecto de nuestra actividad profesional. ¿Qué más se hacer?

Incorporar pequeños cambios en nuestras rutinas vitales. Innovar incluso en el plano personal.

Exponerse a situaciones, contextos, experiencias y personas que nos incomoden.

Abandonar, aunque sea momentáneamente durante el día, nuestra irreal zona de confort.

Practicar algo nuevo con una frecuencia asequible a la resistencia al cambio de cada uno.

Romper la rutina o generar unas nuevas. Por pequeñas y ridículas que parezcan.

Probar nuevas tecnologías. Descubrir lo que nos aportan. Hibridarlas con otras que ya conocemos.

Abandonar la adicción a tener razón. Dudar de manera constructiva.

Iterar nuestro punto de vista, agregándole nuevos ingredientes y perspectivas. Aunque puedan picar.

Resistir la tentación de no hacer nada. De seguir a rebufo de otros. De esperar que el cambio venga dado.

Cuestionar si lo que hacemos es la mejor forma de hacer las cosas. Incorporar pequeñas variaciones. Experimentar. Arriesgarse

Medir el impacto de los cambios en nosotros mismos. Celebrar los progresos.

Hacernos preguntas incómodas pero necesarias al mismo tiempo. De las que cuesta preguntarse ante el espejo.

Dejar de buscar certezas en un contexto plagado de incertidumbres.

Hacer comunidad. Generar vínculos. Conectar con otras personas.

Pedir ayuda cuando sea necesario. Transformarse requiere  energía, determinación y en ocasiones, la ayuda de profesionales expertos.

Evaluar. Hacer retrospectiva cada cierto tiempo, para ver que hemos ganado, que hemos perdido y que hemos aprendido.

Parar. Reservar espacios para pensar, para analizar donde estamos, hacia donde queremos ir y como estamos llevándolo a cabo.

Tomar la iniciativa. No esperar a que otro nos diga que tenemos que cambiar. Concedernos el placer de actuar por nosotros mismos.

Registrar los aprendizajes. Compartirlos con otros. Ser cadena de transmisión de lo aprendido.

Y… seguramente muchas otros comportamientos y variaciones sobre los que ya tenemos… tantos como sean necesarios.

No queda espacio para las lamentaciones, ni para confiar en que una vacuna nos devuelva a la vieja realidad. La única vacuna es aceptar la necesidad de provocar nuestro propio cambio, nuestra propia evolución.

La realidad de este inesperado, abrupto y retador 2020, nos exige cambiar en primera persona. Hacerlo más allá de las directrices que dicten nuestras empresas y organizaciones, cada una desde su posición en el mercado y con sus posibilidades.

Las empresas no necesitan profesionales que se adapten. Es insuficiente.

Necesitan profesionales que provoquen el cambio.

Que hayan construido nuevas rutinas, que hayan experimentado, que se hayan equivocado, que hayan tenido el coraje de reinventarse, que piensen más allá de las convenciones preestablecidas, que generen conexiones que se traduzcan en valor, que exploren, que se atrevan a hacer cosas diferentes. Que aprendan. Que transfieran ese aprendizaje a la organización. Personas acostumbradas a retarse a si mismos.

Profesionales que hayan aprendido mil maneras de provocar un cambio

 y una en ellos mismos.